SANTA FRANCISCA ROMANA
Muy estimados hermanos Oblatos. PAX
Se acerca la festividad de nuestra Santa
Patrona, Francisca Romana, festividad que este año de 2014 cae en Domingo
(9 de marzo), por tanto no se celebra al ser el Día del Señor. No obstante, os
invito a leer su biografía y adentrarse en la imitación de sus virtudes que
acompañaban a esta singular mujer entregada del todo a los hermanos
necesitados, pobres y enfermos, haciendo nosotros de estas cualidades una meta
a seguir e imitar para entregarnos a los hermanos y conseguir una faceta más
para llegar a la santidad y perfección espiritual
Fray Benedictus
Santa Francisca Romana es venerada entre
los Benedictinos como patrona de todos los Oblatos de la orden.
Su festividad se celebra el 9 de marzo.
El Papa Pablo V la canonizó el 9 de mayo
de 1608.
En 1925 el Papa Pio XI
la declara santa patrona de los automovilistas, a causa de una leyenda según la
cual un ángel solía alumbrarle el camino con una linterna mientras viajaba, manteniéndola
a salvo de infortunios.
Venerada a los 400 años
de su canonización (jubileo del 2008-2009) por el papa Benedicto XVI, este la
exaltó denominándola la más romana de las santas.
Santa Francisca coge en
brazos al Niño Jesús
de manos de la Virgen María
Francisca nació en 1384. Su vida se resume
en una palabra: visión. Para ella, vivir fue ver. Su vida en este mundo no fue
sino la corteza ligera y transparente de la vida que vivía ya en el otro. Su
vida terrestre fue una apariencia.
A los doce años de edad era ya una criatura
extraordinaria. Había tomado la intención y deseo de no casarse y hacerse monja,
pero su confesor le aconsejó que no se resistiera a las instancias de sus
padres, y se casó a edad muy joven (1396) con Lorenzo Ponziani comandante de
las tropas papales de Roma, con quien tuvo 3 hijos. ). Después de algunos años
casados, con el acuerdo de su esposo, y ya siendo madre de tres hijos varones,
Francisca empezó a vivir en castidad.
Enseguida de casada enfermó; fue curada
por una aparición de San Alejo y llevó una vida severa y admirable. Sin duda
comprendió que el matrimonio en nada había disminuido su gracia interior, y que
Dios, en la distribución de sus mercedes no se sujeta a ley alguna tiránica de
categoría o de exclusión. Por la vida que llevó en el matrimonio, demostró a sí
misma y a los demás que había hecho bien en casarse.
Fueron 40 años de feliz matrimonio que llevó dignamente dando ejemplo
de fiel esposa con gran responsabilidad en sus labores domésticas; su marido la
admiraba y quería, pero debido a su trabajo de militar no estaba en casa mucho
tiempo, razón por la cual trabó una gran
amistad con su cuñada Vannoza en quien encontró no solo una amiga sino una
confidente a la que le pudo abrir su alma y confiar sus secretos. Ambas iban de
puerta en puerta para pedir por los pobres, rezaban juntas dentro de casa y
hacían peregrinaciones fuera de ella.
La unión de Francisca y Vannoza llegó a ser célebre ante los hombres
y ante los ángeles. En su vida exterior se separaban muy poco; en su vida
interior nunca. Esta intimidad recibió una sanción divina, como divina que era
ella. Un día las dos mujeres se habían retirado a la sombra de un árbol en un
jardín. Hablaban del modo de santificar sus vidas y de entregarse a ejercicios
espirituales para los cuales necesitaban licencia de sus maridos. Esto sucedía
en la primavera; y sin embargo, el árbol bajo el cual hablaban en vez de echar
flores dio frutos: hermosas peras maduras cayeron a los pies de las dos mujeres
que las llevaron a sus maridos y les confirmaron por este prodigio en la
intención, que ya tenían, de no poner obstáculo a los proyectos de Francisca y
de Vannozza.
FUNDADORA DE UNA CONGREGACIÓN FEMENINA
Francisca veía que en Roma había otras damas de rancio
linaje muy distintas de su amiga Vannoza. El pesar le mordía el corazón al
verlas entregadas a las frivolidades y ligerezas de la Roma corrompida, en que
alboreaba el Renacimiento. En sus éxtasis frecuentes, largos, a veces de dos o
tres días, no cesaba de pedir a Dios le indicase un medio «de salvar la flor de
la pureza en aquellas mujeres, semejantes a las moscas incautas que caen en la
tela tejida por la araña». Y al dejar los coloquios divinos, del fondo de su
alma brotaba una voz que le decía: «Ve, trabaja, reúnelas, infúndelas tu
espíritu, el espíritu de Benito el patriarca, espíritu de paz, de oración y de
trabajo.»
Así El 15 de agosto de 1425, día de la Asunción, Francisca,
junto con nueve compañeras, hizo su oblación en la abadía de Santa María
Nuova, con lo que se convirtió en miembro de la cofradía de oblatas benedictinas
bajo la dirección de los monjes Olivetanos pero sin tener clausura ni
votos, para poder seguir el modelo de una vida que combinaba la contemplación
con el servicio a los pobres y necesitados de la ciudad.
En marzo de 1433 fundó el monasterio de Tor
de'Specchi para las Oblatas, quienes querían seguir una vida en común,
naciendo la Congregación de las Oblatas de San Benito. El primer monasterio, en
Torr de Spechi, se ve todavía en Roma, decorado con todos los encantos del
primitivo arte italiano, ennoblecido aún por la virtud de las hijas de la santa
fundadora. Francisca no entró en un principio, porque todavía la ataban al
mundo los lazos del matrimonio; pero cuando estos se rompieron, presentóse en
Torr de Spechi vestida con un hábito de penitencia, y de rodillas, delante de
todas aquellas mujeres, transformadas por su caridad, les suplicó que, aunque
pecadora, tuviesen a bien admitirla en su compañía. Ellas la abrazaron, y
llenas de gozo la recibieron como hijas a su madre. Ella daba el ejemplo en
todo. Era la más obediente, la más humilde, la más mortificada y la más
piadosa. Desde que vivía en su palacio, la obediencia había sido para ella una
preocupación continua.
La comunidad recibió la aprobación del Papa Eugenio
IV el 4 de julio del mismo año, siendo una Congregación de Oblatas con
votos privados, con obediencia a los monjes Olivetanos y bajo la Regla de
San Benito.
Varias visiones celestiales la confirmaron en esta
resolución. Las oblatas, que ella instituyó, la tuvieron por primera superiora
y directora; ella las conducía a los hospitales y a las casas de los pobres,
donde curaba a los enfermos y llevaban socorros a los necesitados, y muchas
veces en vez de un remedio o de un socorro insuficiente, Santa Francisca les
llevaba una curación completa, súbita y milagrosa.
PRUEBAS DOLOROSÍSIMAS, INCOMODIDADES, PACIENCIA,
CARIDAD Y DEMÁS VIRTUDES DE SANTA FRANCISCA
De la vida de la santa,
escrita por María Magdalena Anguillaria, superiora de las Oblatas de
Tor de'Specci, (Caps. 6-7: Acta Sanctorum Martii 2, *188-*189)
Tuvo que soportar dolorosas enfermedades
que la hicieron padecer años y años, e innumerables
pruebas severas como por ejemplo la muerte de dos de sus hijos por la plaga de
la peste negra y la confiscación de sus tierras. A pesar de estos dolorosos
sufrimientos, fueron los que sensibilizaron a Francisca a las necesidades de
los pobres, repartió sus bienes entre ellos, atendió a los enfermos y desempeño
una admirable actividad con los más necesitados. A pesar de todas estas
vicisitudes nunca se observó en ella ningún acto de impaciencia, ni mostró el
menor signo de desagrado por la torpeza con que a veces la trataban.
Que asombro causaba ver aquella mujer nobilisima, sin rival en Roma por sus riquezas y el esplendor de su casa, vestida con sencilla túnica de lana, sin acordarse del oro, de las sedas, de los adornos y joyas que su marido Lorenzo Ponziani había reunido para ella en cantidad fabulosa! Un día las gentes la vieron, estupefactas, guiando
por las avenidas del Foro, donde sus antepasados habían arrastrado brocados y
púrpuras, un asnillo cargado con un haz de leña y un fardo de ropas. No faltó
quien la creyó loca, ni tampoco quien juzgase estos actos hijos de un espíritu
avaricioso y mezquino. Iba en busca de los desgraciados, a las buhardillas
sórdidas, donde los enfermos aguardaban la luz de su sonrisa.
Francisca manifestó su
entereza en la muerte prematura de sus hijos, (Evangelista e Inés) a los que
amaba tiernamente; siempre aceptó con serenidad la voluntad de Dios, dando
gracias por todo lo que le acontecía. Con la misma paciencia soportaba a los
que la criticaban, calumniaban y hablaban mal de su forma de vivir.
Nunca se advirtió en ella ni el más leve
indicio de aversión respecto de aquellas personas que hablaban mal de ella y de
sus asuntos; al contrario, devolviendo bien por mal, rogaba a Dios
continuamente por dichas personas.
La muerte de su hijo Evangelista puede contarse entre las dichas de
la vida de Santa Francisca. Aquella criatura tuvo una muerte extraordinaria.
Muriendo decía: “Veo a San Antonio y a San Onofre que vienen a buscarme para
conducirme al cielo”. Fue enterrado en la iglesia de Santa Cecilia
En esta época, de la plaga de peste negra,
Roma se hallaba en un estado deplorable hasta el punto de que se veían lobos
andando por las calles. Lorenzo en estos momentos servía al papa romano en sus
guerras contra los varios pretendientes al papado en el Cisma de Occidente.
Francisca, entre las diversas enfermedades
mortales y pestes que abundaban en Roma, despreciando todo peligro de contagio,
ejercitaba su misericordia con todos los desgraciados y todos los que
necesitaban ayuda de los demás. Fácilmente los encontraba; en primer lugar les
incitaba a la expiación uniendo sus padecimientos a los de Cristo, después les
atendía con todo cuidado, exhortándoles amorosamente a que aceptasen gustosos
todas las incomodidades como venidas de la mano de Dios, y a que las soportasen
por el amor de Aquel que había sufrido tanto por ellos. Francisca no se
contentaba con atender a los enfermos que podía recoger en su casa, sino que
los buscaba en sus chozas y hospitales públicos. Allí calmaba su sed, arreglaba
sus camas y curaba sus úlceras con tanto mayor cuidado cuanto más fétidas o
repugnantes eran.
SANTA
FRANCISCA ROMANA ANUNCIA EL FIN DE LA PLAGA. PINTURA DE NICOLÁS POUSSIN
Acostumbraba también a ir al hospital de
Camposanto y allí distribuía entre los más necesitados alimentos y delicados
manjares. Cuando volvía a casa, llevaba consigo los harapos y los paños sucios
y los lavaba cuidadosamente y planchaba con esmero, colocándolos entre aromas,
como si fueran a servir para su mismo Señor. Durante 30 años desempeñó
Francisca este servicio a los enfermos, es decir, mientras vivió en casa de su
marido, y también durante este tiempo realizaba frecuentes visitas a los
hospitales de Santa María, de Santa Cecilia en el Trastévere, del Espíritu
Santo y de Camposanto. Y, como durante este tiempo en el que abundaban las
enfermedades contagiosas, era muy difícil encontrar no sólo médicos que curasen
los cuerpos, sino también sacerdotes que se preocupasen de lo necesario para el
alma, ella misma los buscaba y los llevaba a los enfermos que ya estaban
preparados para recibir la penitencia y la eucaristía. Para poder actuar con
más libertad, ella misma retribuía de su propio pecunio a aquellos sacerdotes
que atendían en los hospitales a los enfermos que ella les indicaba.
Muchas pruebas todavía la aguardaban. La situación
política de la Península Itálica y la crisis decurrente del Gran Cisma de
Occidente le acarrearon muchos sufrimientos. Roma estaba dividida en dos grupos
que trababan encarnizada guerra: a favor del Papa, los Orsini, de cuya facción
Lorenzo formaba parte; de otro lado, los Colonna, apoyando a Ladislau Durazzo,
rey de Nápoles, que invadió Roma tres veces. En la primera invasión, Lorenzo
fue gravemente herido en combate, siendo curado por la fe y dedicación de la
esposa. En la segunda, en 1410, las tropas saquearon el palacio de los
Ponziani, y los bienes de la familia fueron confiscados. Peor aún, Francisca
vio a su esposo y su hijo Bautista partir para el exilio.
En 1413 y 1414, la capital de la Cristiandad fue
entregada al pillaje y reducida a la miseria. Un nuevo flagelo, la peste, vino
a agravar esa situación. La Santa transformó el palacio en hospital y cuidaba
personalmente de las víctimas de la terrible enfermedad. Era un ángel de la
caridad en aquella infeliz ciudad aislada por el infortunio.
Su propia familia no quedó inmune a esa tragedia: en
1413 murió Evangelista, su hijo más joven, y al año siguiente la pequeña Inés.
Por último, ella también contrajo la enfermedad, pero fue milagrosamente curada
por Dios. Su esposo Lorenzo murió en el año 1436, desde
aquel día Francisca redobló la austeridad de su vida, y su confesor se vio
obligado a moderar los rigores que la Santa ejercía consigo misma.
Un día, un sacerdote que criticaba a Francisca de exagerada e indiscreta, le
dio a comulgar una hostia no consagrada. Francisca se quejó de ello; el
sacerdote confesó su falta e hizo penitencia.
El año 1434 fue de prueba terrible. El
Papa Eugenio IV había sido desterrado, pues habiéndose puesto de parte de los
florentinos en la guerra contra Felipe, duque de Milán, éste, para vengarse
hizo que muchos Obispos reunidos en Basilea se rebelaran contra Eugenio.
Aprobaron éstos varias proposiciones cismáticas, y hasta osaron citar a Eugenio
ante el Concilio como a un acusado.
Era esto en la noche del 14 de Octubre de
1434. Francisca, que se hallaba en su oratorio, fue presa de éxtasis y vio a la
Madre de Dios que le dio instrucciones y órdenes para transmitirlas al Papa que
estaba en Bolonia. Al día siguiente, Francisca fue a encontrar a su confesor,
Don Giovanni y le suplicó que fuera a Bolonia a llevar las órdenes de María.
Don Giovanni vacila: “Mi viaje será inútil, contesta; os comprometeré y me
comprometeré a mí mismo. El Papa no querrá creerme, pasaréis por loca y yo
por cándido”. Pero, a nuevas instancias, Don Giovanni se decide. Va a Bolonia,
el Papa lo recibe muy bien, aprueba todo lo que Francisca había dicho y da
órdenes en conformidad a los deseos de la Santa. Don Giovanni regresa y cuando
quiere contar a Francisca el feliz éxito de su misión, aquella le interrumpe diciéndole:
“Yo seré, si lo permitís, quien os cuente vuestro viaje. Estaba con vos en
espíritu y sé todo lo que os ha sucedido”. Entre los acontecimientos del viaje
había una curación debida a las oraciones de Francisca.
En toda Roma era bien conocida esta anécdota
edificante: Rezaba una vez Francisca el Oficio parvo, que era su devoción
favorita, cuando, al empezar una estrofa, oyó dos golpes en la puerta. Era un
pobre. Ella corrió, puso unas monedas en las manos del mendigo, y volvió a
entrar en su habitación. Apenas se había arrodillado para empezar de nuevo la
estrofa, cuando oyó una voz: «¡ Francisca, Francisca! » Era Ponziani, que la
llamaba. Nuevamente interrumpió su rezo. Otras dos veces la llamaron aún, y
otras dos veces dejó la estrofa sin concluir. Al volver por quinta vez a su
cuarto, encontró aquellos versos escritos con letras de oro por un calígrafo
celestial, pero ella tan solo repetía: "Muy
buena es la oración, pero la mujer casada tiene que concederles enorme
importancia a sus deberes caseros".
Y ya que Dios no la había elegido para que se
preocupara exclusivamente de su santificación, sino para que emplease los dones
que Él le había concedido para la salud espiritual y corporal del prójimo, la
había dotado de tal bondad que, a quien le acontecía ponerse en contacto con
ella, se sentía inmediatamente cautivado por su amor y su estima, y se hacía
dócil a todas sus indicaciones. Es que, por el poder de Dios, sus palabras
poseían tal eficacia que con una breve exhortación consolaba a los afligidos y
desconsolados, tranquilizaba a los desasosegados, calmaba a los iracundos,
reconciliaba a los enemigos, extinguía odios y rencores inveterados, en una
palabra, moderaba las pasiones de los hombres y las orientaba hacia su recto
fin. Por esto todo el mundo recurría a Francisca como a un asilo seguro, y
todos encontraban consuelo, aunque reprendía severamente a los pecadores y
censuraba sin timidez a los que habían ofendido o eran ingratos a Dios.
FRANCISCA Y SU ANGEL
De las Actas de Canonización de Santa Francisca Romana, año 1608
Santa Francisca Romana ya desde pequeña veía
siempre a su lado al Angel de la Guarda, que velaba por ella día y noche, éste
se avergonzaba y se apartaba cuando ella cometía una falta, o cuando escuchaba
conversaciones profanas. Jamás la dejó un solo instante, y en ocasiones, como
favor especial, le permitía ver el esplendor de su figura. Ella lo describe
así:
"Era de una belleza
increíble, con un cutis más blanco que la nieve y un rubor que superaba el
arrebol de las rosas. Sus ojos, siempre abiertos tornados hacia el cielo, el
largo cabello ensortijado tenía el color del oro bruñido. Su túnica llegaba al
suelo y era de un blanco algo azulado y, otras veces, con destellos rojizos.
Era tal la irradiación luminosa que emanaba de su rostro, que podía leer
maitines en plena media noche".
En una ocasión, el escéptico padre de Francisca la
requirió el honor de ser presentado a esta criatura "imaginaria".
Dicho y hecho. Ella tomó al Ángel de la mano, y uniéndola a la de su padre, los
presentó, pudiendo el último verlo y así no volver a dudar.

Un año después de la muerte de su hijo Evangelista, (1413) Francisca le vio en su oratorio teniendo a su lado un joven del mismo tamaño, pareciendo ser de la misma edad, pero mucho más bello.
¿Eres realmente tú, hijo de mi corazón? — preguntó ella. Él respondió que estaba en el Cielo, junto
a aquel esplendoroso Arcángel que el Señor le enviaba para auxiliarla en su
peregrinación terrestre. “Antes de poco, dijo el aparecido,
mi hermana Inés vendrá a reunírseme. Pero he aquí mi compañero que de ahora en
adelante será el tuyo, día y noche lo verás a tu lado y él te asistirá en todo
–agregó--: es un Arcángel que el Señor te envía, y que ya no te abandonará”.
Desde aquel momento, Francisca pudo leer y trabajar de noche como en pleno día,
porque el Arcángel era una luz visible sólo para ella. Esta luz tan pronto
estaba a su derecha como a su izquierda.
Aquel Espíritu celestial irradiaba una tal luz que
Francisca podía leer o trabajar de noche, sin dificultad alguna, como si fuese
día. Y le iluminaba el camino cuando precisaba salir de noche.
En la luz de ese Arcángel, ella podía ver los
pensamientos más íntimos de los corazones. Recibió, además, el don del
discernimiento de los espíritus y el de consejo, los cuales usaba para
convertir a los pecadores y reconducir a los desviados al buen camino.
Muchos años más tarde, el 13 de agosto de
1439, Francisca notó un cambio en la faz y la actitud del Arcángel. La faz
se volvió más brillante, y el Arcángel le dijo: “Voy a tejer un velo de
cien nudos, después otro de sesenta, y después otro de treinta”.
Ciento noventa días después de esta visión
Francisca murió.
VISIONES DE SANTA FRANCISCA ROMANA
Pero hemos dicho que la vida de santa
Francisca reside en sus visiones. Vamos a ellas:
VISIÓN DEL INFIERNO:
Una de las más singulares,
admirables y características de Santa Francisca son las visiones del Infierno.
Suplicios innumerables, variados como lo son los crímenes, le fueron mostrados
en su conjunto y en sus detalles.
Vio el oro y la plata en fusión metido por
los demonios en las fauces de los avaros. Vio muchas cosas singulares,
detalladas, espantosas. Vio las jerarquías de los demonios, sus funciones, sus
suplicios, los crímenes diversos que presiden. Vio a Lucifer consagrado al
orgullo, jefe de los orgullosos, rey de todos los demonios y de todos los
condenados, y que este rey es mucho más desgraciado que sus súbditos.
El Infierno está dividido en tres partes:
superior, medio e inferior. Lucifer está en el fondo del Infierno inferior.
Bajo Lucifer, jefe universal, hay tres jefes que le están subordinados y que
son superiores a los demás: Asmodeo, que era un querubín, preside a los pecados
de la carne; Mammon, que era un trono, preside a los de la avaricia. Es
interesante ver cómo el dinero forma por sí solo una de las tres grandes
categorías de pecados. Beelzebub preside a los pecados de la
idolatría. Todo crimen de magia, espiritismo, etc., corresponde a
Beelzebub. Él es particular y especialmente el príncipe de las tinieblas. Por
las tinieblas es torturado y con las tinieblas tortura a sus víctimas.
Una parte de los demonios permanece en el
Infierno; otra reside en el aire, otra entre los hombres, buscando a cual
devorar. Los que están en el Infierno dan sus órdenes y envían sus delegados.
Los que están en el aire obran físicamente
en las perturbaciones atmosféricas y telúricas; lanzan por todas partes sus
malas influencias e infectan el aire física y moralmente. Su misión especial es
debilitar el alma. Y cuando los demonios de la tierra ven a un alma debilitada
por la influencia de los demonios del aire la atacan en medio de su
desfallecimiento para vencerla más fácilmente.
La atacan en el momento en que desconfía
de la Providencia, pues esta desconfianza, cuyos inspiradores especiales son
los demonios del aire, prepara al alma a la caída que los demonios de la tierra
solicitan.
Primero, cuando ya está debilitada por la
desconfianza, le inspiran el orgullo, al que se abandona tanto más fácilmente
cuanto mayor es su debilidad. Cuando el orgullo ha aumentado ésta, llegan los
demonios de la carne imbuyéndoles su espíritu; y cuando los demonios de la
carne la han debilitado más y más, llegan los demonios encargados de los
crímenes del dinero. Y una vez éstos han acabado de disminuir todavía sus
fuerzas de resistencia, llegan por fin los demonios de la idolatría que
concluyen y ponen término a lo que los otros han empezado. Todos están en
inteligencia para el mal.
Y he aquí ahora la ley de la caída: Todo
pecado conservado arrastra a nuevo pecado. Así, la idolatría, la magia, el
espiritismo, esperan en el fondo del abismo a aquellos que, de precipicio en
precipicio, han ido cayendo hasta los últimos bordes.
Todas las cosas de la jerarquía celestial
son parodiadas en la jerarquía infernal. Ningún demonio puede tentar a un alma
sin permiso de Lucifer. Los demonios que tienen su pie fijo en el Infierno
sufren la pena del fuego; los que están en el aire o bajo tierra no sufren
entretanto este tormento pero soportan otros terribles suplicios, especialmente
el de ver el bien que hacen los santos. El hombre que hace el bien inflige a
los demonios una tortura espantosa. Santa Francisca, cuando era tentada,
por la clase y la fuerza de la tentación conocía de cuánta altura había caído
el ángel tentador y a qué jerarquía había pertenecido.
Cuando un alma cae en el Infierno, multitud de demonios dan las gracias y
felicitan a su demonio tentador; pero si un alma se salva, su demonio tentador
es objeto de la burla de los demás y conducido delante de Lucifer, éste lo
condena a un castigo especial distinto de sus torturas ordinarias. Dicho
demonio entra a veces en el cuerpo de algún animal o en el de algún hombre, y
se hace pasar por el alma de un difunto.
Se conoce que las modernas prácticas más
conocidas desde lo de las mesas parlantes, han sido usadas en todos los
tiempos, pues Santa Francisca parece ya describirlas.
Cuando un demonio ha conseguido perder a
un alma, después de la condenación de ella, aquel mismo demonio pasa a tentar a
otro hombre, y entonces es más hábil que la vez anterior. Se aprovecha de la
experiencia adquirida en la victoria y tiene más habilidad y fuerza para la
perdición.
Cuando un hombre tiene la costumbre del
pecado, Santa Francisca ve el demonio encima de él; cuando el pecado mortal
queda borrado, lo ve no encima, sino al lado del hombre. Después de una buena
confesión el demonio queda muy débil, y la tentación no tiene ya la misma
energía.
Cuando el nombre de Jesús es pronunciado
santamente, Santa Francisca ve a los demonios del aire, de la tierra y del
Infierno doblegarse bajo espantosas torturas, tanto mayores cuanto más
santamente es aquel nombre pronunciado. Si ante una blasfemia se invoca el
nombre de Dios, también los demonios se ven obligados a inclinarse; pero al
dolor que este obligado homenaje les produce se mezcla un cierto placer.
Cuando un hombre blasfema el nombre de
Dios, los ángeles del cielo también se inclinan, atestiguando un inmenso
respeto. Así, pues, los labios humanos que tan fácilmente se mueven y tan a la
ligera pronuncian aquel terrible nombre, producen en todos los mundos
extraordinarios efectos, y despiertan ecos cuya intensidad y grandeza no
sospecha el hombre aquí en la tierra.
VISIÓN DEL PURGATORIO
El fuego del purgatorio es muy distinto
del fuego del Infierno. Éste, Santa Francisca lo ve negro, y el del Purgatorio,
claro, con un tinte rojizo. Ve, no en el Purgatorio mismo, sino fuera de él, al
ángel de la guarda de cada persona difunta, a la derecha de ella, y al demonio
tentador a su izquierda. El ángel de la guarda presenta a Dios las oraciones de
los vivos ofrecidas en sufragio de aquella alma del purgatorio.
En cuanto a las oraciones rezadas en favor
de las almas que se cree están en el Purgatorio cuando no están en él, he aquí,
según Santa Francisca, cuál es su aplicación. Si el alma que se cree en el
Purgatorio está ya en el cielo y no tiene necesidad de oraciones, las que se
ofrecen por ella se aplican a las otras almas que están en el Purgatorio y
también a la persona viva que las reza. Si el alma que se cree en el Purgatorio
está en el Infierno, el mérito y la eficacia de la oración recaen por completo
en el que la hace, y no se reparten como en la hipótesis anterior.
Francisca ve en el Purgatorio tres moradas
desigualmente dolorosas y terribles, y en esta división nota todavía
subdivisiones. En todas ellas el castigo presenta relación con los pecados
cometidos, con la naturaleza de éstos, con sus causas, sus efectos y todas sus
circunstancias.
VISIÓN DEL CIELO
Una de las más hermosas visiones de Santa
Francisca es la de los tres cielos. Aquel día vio el cielo estrellado, el cielo
cristalino y el cielo empíreo.
Vio la inmensidad del cielo estrellado, su
esplendor, y la enorme distancia que separa a unas estrellas de otras. Muchas
de ellas le parecieron más grandes que la tierra. El cielo estrellado le dio
idea de un esplendor desconocido y no imaginado.
El cielo cristalino le pareció tan alto
sobre el estrellado como éste lo es encima de la tierra. Vio que el esplendor
del cielo cristalino era mucho mayor que el del estrellado; y en cuanto al
empíreo, lo vio mucho más elevado sobre el cristalino que éste sobre el
estrellado. Su inmensidad y magnificencia son inimaginables.
Las almas bienaventuradas y los santos de
la tierra, iluminadas por los rayos que partían de las llagas del Salvador
brillaban a los ojos de Francisca con resplandor desigual bajo el fuego de los
rayos desiguales. Las llagas de los pies iluminaban a los que amaron, y la del
costado a los que amaron con más profunda pureza. Santa Francisca vio en esta
visión a su alma abismada en la llaga del corazón. Vio la llaga del corazón
como un mar sin orillas; y cuanto más avanzaba más insondable le parecía su
inmensidad.
Otro día oyó de la boca de Jesucristo
estas palabras: “Yo soy la profundidad del poder divino; Yo he creado
el cielo, la tierra, los ríos y los mares. Todas las cosas son creadas según mi
sabiduría. Yo soy la profundidad, soy la sabiduría divina, soy la sabiduría
infinita, soy el Hijo único de Dios… Yo soy la altura, soy la esfera inmensa
(inmensa rotunditas), la altura del amor, la caridad inestimable; por mi
humildad, fundada en la obediencia, he redimido al género humano”.
Terminemos con la visión más alta: “He
visto, dice a su confesor, al Ser antes de la creación de los ángeles. He visto
al Ser como es permitido verlo a una criatura que vive en la carne”.
Era un círculo inmenso y espléndido. Este
círculo no descansaba en nada más que en sí mismo, Él era su propio sostén. Un
esplendor que el espíritu no se figura, salía de aquel círculo; y Francisca no
podía mirar fijamente aquel esplendor intolerable. Bajo el círculo infinito y
deslumbrador había un desierto que daba idea del vacío; era el lugar del cielo
antes que el cielo existiera. En el círculo había algo como la semejanza de una
columna muy blanca y absolutamente deslumbrante; era como un espejo en el que
Francisca percibía el reflejo de la Divinidad; y vio trazados allí algunos
caracteres; principio sin principio, y fin sin fin. Pues Dios llevaba el tipo
de todas las cosas en su Verbo antes de crear cosa alguna.
Después, he aquí —como innumerables copos
de nieve que cubren las montañas— que son creados los ángeles. El tercio de
ellos será precipitado en el abismo; los dos tercios permanecerán en la gloria.
Y Cristo dijo a la vidente: «Yo soy la profundidad del poder divino. Yo he creado el cielo, la
tierra, los ríos y los mares. Yo soy la sabiduría divina. Soy la altura y la
profundidad; soy la esfera inmensa, la altura del amor, la caridad inestimable.
Por mi obediencia, fundada en la humildad, he redimido al género humano.»
La Inmaculada Concepción de la Virgen
apareció a Santa Francisca en esta visión fundamental.
SANTIDAD Y MILAGROS DE SANTA FRANCISCA
Su hijo se casó con una muchacha muy bonita pero
terriblemente malgeniada y criticona. Esta mujer se dedicó a atormentarle la
vida a Francisca y a burlarse de todo lo que la santa hacía y decía. Ella
soportaba todo en silencio y con gran paciencia. Pero de pronto la nuera cayó
gravemente enferma y entonces Francisca se dedicó a asistirla con una caridad
impresionantemente exquisita. La joven se curó de la enfermedad del cuerpo y
quedó curada también de la antipatía que sentía hacia su suegra. En adelante
fue su gran amiga y admiradora.
Según una leyenda, el comandante de las tropas napolitanas
exigió a su último hijo, Battista, como rehén. Obedeciendo esta orden por
mandato de su director espiritual, Francisca llevó al chico al Campidoglio.
En el camino, se detuvo en la Basílica de Santa María en Aracoeli (Santa María
en el Altar Celestial) que estaba a un lado, y confió la vida de su hijo amado
a la Santísima Virgen. Cuando llegaron al lugar convenido, los soldados
trataron de montar al muchacho en un caballo para llevarlo como cautivo; sin
embargo, el caballo se negó a moverse, a pesar de muchas palizas. Los soldados
juzgaron que era un acto de Dios y devolvieron el muchacho a su madre.
Francisca obtenía admirables milagros de Dios con sus
oraciones. Curaba enfermos, alejaba malos espíritus, pero sobre todo conseguía
poner paz entre gentes que estaban peleadas y lograba que muchos que antes se
odiaban, empezaran a amarse como buenos amigos. Por toda Roma se hablaba de los
admirables efectos que esta santa mujer conseguía con sus palabras y oraciones.
Muchísimas veces veía a su ángel de la guarda y dialogaba con él Cuando
llegaban las epidemias, ella misma llevaba a los enfermos al hospital, lo
atendía, les lavaba la ropa y la remendaba, y como en tiempo de contagio era
muy difícil conseguir confesores, ella pagaba un sueldo especial a varios
sacerdotes para que se dedicaran a atender espiritualmente a los enfermos.
Durante una hambruna grave en 1402, Francesca dio todo
su grano a los pobres (véase la última de ella derrama su canasta en contra de
su hábito oscuro), a continuación, encontró todo un milagro para reanimar y de
la más alta calidad. Un milagro similar ocurrió con el barril de vino que
se convirtió en vacío, lleno, cuando se está distribuyendo a los pobres de
Roma. El convento de Tor de 'Specchi todavía tiene el pesebre, hecho de un
sarcófago pagano, de la que Francesca le daría a leña para los
pobres. Milagros similares fueron reportados de Santa Zita y Santa
Humildad (Rosanesa, nacida en 1226))
Entre sus muchos milagros de sanación, se cuenta aquel en que devolvió la voz a una niña sordomuda, llamada Camilla Clarelli, tocando su lengua con su dedo. Otro milagro que se reporta es aquel en que curó a los heridos en las escaramuzas constantes sobre Roma, rehabilitar niños que estaban paralizados o resucitar a los niños muertos que habían muerto en su sueño.
Francisca ayunaba a pan y agua muchos días. Dedicaba horas y horas a la oración y a la meditación, y Dios empezó a concederle éxtasis y visiones. Consultaba todas las dudas de su alma con un director espiritual, y llegó a tal grado de amabilidad en su trato, que bastaba tratar con ella una sola vez para quedar ya amigos para siempre. A las personas que sabía que hablaban mal de ella, les prodigaba mayor amabilidad
Varias veces
en éxtasis Francisca recibe de manos de la Santísima Virgen María, el Divino
Niño Jesús..
El 1 de marzo 1433, Francesca en una visión es tomada
por la Madre de Dios bajo su manto de hilo de oro y sus hijas en Cristo son
recibidos como Oblatas de María. El ángel que presencia la escena es
aquel que le había presentado su hijo Battista, después de muerto, y que le
acompañaría durante toda su vida.
El 28 de junio 1438 después de regresar de la basílica
de San Pablo y de visitar su viña, fue arrebatada en éxtasis y se arrodilló en medio
de un arroyo. Pero cuando ella se levantó los Oblatos se dieron cuenta de
que su ropa estaba perfectamente seca.
En la recepción de la Eucaristía
muchas veces un globo luminoso aparecía por encima de ella.
Un día que no había suficiente
pan para la Comunidad y su refectorio se encontraba en muy mal estado y pobreza,
Francisca tomó las sobras, las bendijo, apareciendo luego un montón de pan para
alimentar a los quince que había
permanecido así como para llenar la misma cesta. Este milagro recuerda el
milagro de Cristo, de la multiplicación de los panes y los peces y la última
cena.
Siendo el mes de enero, estaba la
Beata Francesca en el viñedo, en la poda de las vides con sus hijas en la
religión, estás estaban sedientas no teniendo nada que beber, cuando
milagrosamente aparece una vid cargada con nueve racimos de uvas, que calmaron
inmediatamente la sed.
SU MUERTE
Vivió en el convento apenas tres
años. En 1440, se vio forzada a retornar al palacio Ponziani para cuidar de su
hijo, gravemente enfermo. Alcanzada por una fuerte pleuresía, allí permaneció,
por no tener más fuerzas. Supo entonces que había llegado su último momento.
Padeció terriblemente durante una semana, pero pudo dar sus últimos consejos a
sus hijas espirituales y despedirse de ellas.
Francisca tuvo el presentimiento de su
muerte, y previno a sus amigos. Pedía a Dios la muerte para no ver en la tierra
las nuevas aflicciones de que la Iglesia, por lo que ella sabía, estaba
amenazada, y que ya la asaltaban, pues en aquellos momentos el antipapa tomaba
el nombre de Félix V.
Francisca cayó enferma, y dijo a Don
Giovanni: “No olvidéis nada de lo que es necesario para la salvación de mi
alma”. Añadiendo, algunos días después: “Mi peregrinación va a concluir
en la noche del miércoles al jueves”. La muerte fue fiel a la cita, y el 9 de
marzo de 1440 su rostro empezó a brillar con una luz admirable, quiso rezar las
Vísperas del Oficio de la Santísima Virgen. Con los ojos muy brillantes, decía
estar viendo el Cielo abierto y haber llegado los Ángeles para buscarla. Con
una sonrisa iluminándole el rostro, pronunció
sus últimas palabras: "El ángel del
Señor me manda que lo siga hacia las alturas". Luego quedó muerta,
pero parecía alegremente dormida.
Tan pronto se supo la noticia de
su muerte, corrió hacia el convento una inmensa multitud. Muchísimos pobres
iban a demostrar su agradecimiento por los innumerables favores que les había
hecho. Muchos llevaban enfermos para que les permitieran acercarlos al cadáver
de la santa, y así pedir la curación por su intercesión. Los historiadores
dicen que "toda la ciudad de Roma se movilizó", para asistir a los
funerales de Francisca.
Fue
sepultada en la iglesia parroquial, y al conocerse la noticia de que junto a su
cadáver se estaban obrando milagros, aumentó mucho más la concurrencia a sus
funerales. Luego su tumba se volvió tan famosa que aquel templo empezó a
llamarse y se le llama aún ahora: La Iglesia de Santa Francisca Romana.
Unos
meses después de su muerte, durante la apertura de su tumba en Roma, se
descubrió que su hermoso cuerpo había permanecido incorrupto, y que exhalaba,
además, un perfume que resultaba conocido a aquellos que habían tratado con
ella. Fue canonizada en 1608. En la iconografía se la presenta en
hábito negro, velo blanco, con una cesta de comida en la mano y acompañada por
su ángel custodio.
Cada
9 de marzo llegan numerosos peregrinos a pedirle a Santa Francisca unas gracias
que nosotros también nos conviene pedir siempre: que nos dediquemos con todas
nuestras fuerzas a cumplir cada día los deberes que tenemos en nuestro hogar, y
que nos consagremos con toda la generosidad posible a ayudar a los pobres y
necesitados y a ser extraordinariamente amables con todos. Santa Francisca:
ruégale al buen Dios que así sea.
La
biografía de Santa Francisca fue escrita por el Padre John Matteotti, su
confesor por los últimos 10 años de su vida. Contiene visiones y revelaciones
sobre su Ángel Guardián, a quien ella tenía gran devoción y podía
ver desde pequeña caminar a su lado y guiarla
Al elevarla a las honras de los
altares, en mayo de 1608, el Papa Pablo V la calificó de “la más romana de
todas las Santas”.3 Y el Cardenal San Roberto Belarmino, que contribuyera
decisivamente, con su voto, para la canonización, declaró en el Consistorio:
“La proclamación de la santidad de Francisca será de admirable provecho para
clases muy diferentes de personas: las vírgenes, las mujeres casadas, las
viudas y las religiosas”.
Cuatro siglos después, bajo el
pontificado de Benedicto XVI, el Cardenal Angelo Sodano trazaba de ella este
cuadro: “Leyendo su vida, parece que nos deparamos con una de aquellas mujeres
fuertes, de las cuales están repletos los Libros Sagrados y las páginas de la
Historia de la Iglesia. […] Mujer de acción, Francisca señaló, con todo, de una
intensa vida de oración la fuerza necesaria para su apostolado social”.
Santa Francisca Romana es venerada entre
los Benedictinos como patrona de todos los Oblatos de la orden.
Su festividad se celebra el 9 de marzo.
El Papa Pablo V la canonizó el 9 de mayo
de 1608.
En 1925 el Papa Pio XI
la declara santa patrona de los automovilistas, a causa de una leyenda según la
cual un ángel solía alumbrarle el camino con una linterna mientras viajaba, manteniéndola
a salvo de infortunios.
Venerada a los 400 años
de su canonización (jubileo del 2008-2009) por el papa Benedicto XVI, este la
exaltó denominándola la más romana de las santas.
Santa Francisca coge en
brazos al Niño Jesús
de manos de la Virgen María
Francisca nació en 1384. Su vida se resume
en una palabra: visión. Para ella, vivir fue ver. Su vida en este mundo no fue
sino la corteza ligera y transparente de la vida que vivía ya en el otro. Su
vida terrestre fue una apariencia.
A los doce años de edad era ya una criatura
extraordinaria. Había tomado la intención y deseo de no casarse y hacerse monja,
pero su confesor le aconsejó que no se resistiera a las instancias de sus
padres, y se casó a edad muy joven (1396) con Lorenzo Ponziani comandante de
las tropas papales de Roma, con quien tuvo 3 hijos. ). Después de algunos años
casados, con el acuerdo de su esposo, y ya siendo madre de tres hijos varones,
Francisca empezó a vivir en castidad.
Enseguida de casada enfermó; fue curada
por una aparición de San Alejo y llevó una vida severa y admirable. Sin duda
comprendió que el matrimonio en nada había disminuido su gracia interior, y que
Dios, en la distribución de sus mercedes no se sujeta a ley alguna tiránica de
categoría o de exclusión. Por la vida que llevó en el matrimonio, demostró a sí
misma y a los demás que había hecho bien en casarse.
Fueron 40 años de feliz matrimonio que llevó dignamente dando ejemplo
de fiel esposa con gran responsabilidad en sus labores domésticas; su marido la
admiraba y quería, pero debido a su trabajo de militar no estaba en casa mucho
tiempo, razón por la cual trabó una gran
amistad con su cuñada Vannoza en quien encontró no solo una amiga sino una
confidente a la que le pudo abrir su alma y confiar sus secretos. Ambas iban de
puerta en puerta para pedir por los pobres, rezaban juntas dentro de casa y
hacían peregrinaciones fuera de ella.
La unión de Francisca y Vannoza llegó a ser célebre ante los hombres
y ante los ángeles. En su vida exterior se separaban muy poco; en su vida
interior nunca. Esta intimidad recibió una sanción divina, como divina que era
ella. Un día las dos mujeres se habían retirado a la sombra de un árbol en un
jardín. Hablaban del modo de santificar sus vidas y de entregarse a ejercicios
espirituales para los cuales necesitaban licencia de sus maridos. Esto sucedía
en la primavera; y sin embargo, el árbol bajo el cual hablaban en vez de echar
flores dio frutos: hermosas peras maduras cayeron a los pies de las dos mujeres
que las llevaron a sus maridos y les confirmaron por este prodigio en la
intención, que ya tenían, de no poner obstáculo a los proyectos de Francisca y
de Vannozza.
FUNDADORA DE UNA CONGREGACIÓN FEMENINA
Francisca veía que en Roma había otras damas de rancio
linaje muy distintas de su amiga Vannoza. El pesar le mordía el corazón al
verlas entregadas a las frivolidades y ligerezas de la Roma corrompida, en que
alboreaba el Renacimiento. En sus éxtasis frecuentes, largos, a veces de dos o
tres días, no cesaba de pedir a Dios le indicase un medio «de salvar la flor de
la pureza en aquellas mujeres, semejantes a las moscas incautas que caen en la
tela tejida por la araña». Y al dejar los coloquios divinos, del fondo de su
alma brotaba una voz que le decía: «Ve, trabaja, reúnelas, infúndelas tu
espíritu, el espíritu de Benito el patriarca, espíritu de paz, de oración y de
trabajo.»
Así El 15 de agosto de 1425, día de la Asunción, Francisca,
junto con nueve compañeras, hizo su oblación en la abadía de Santa María
Nuova, con lo que se convirtió en miembro de la cofradía de oblatas benedictinas
bajo la dirección de los monjes Olivetanos pero sin tener clausura ni
votos, para poder seguir el modelo de una vida que combinaba la contemplación
con el servicio a los pobres y necesitados de la ciudad.
En marzo de 1433 fundó el monasterio de Tor
de'Specchi para las Oblatas, quienes querían seguir una vida en común,
naciendo la Congregación de las Oblatas de San Benito. El primer monasterio, en
Torr de Spechi, se ve todavía en Roma, decorado con todos los encantos del
primitivo arte italiano, ennoblecido aún por la virtud de las hijas de la santa
fundadora. Francisca no entró en un principio, porque todavía la ataban al
mundo los lazos del matrimonio; pero cuando estos se rompieron, presentóse en
Torr de Spechi vestida con un hábito de penitencia, y de rodillas, delante de
todas aquellas mujeres, transformadas por su caridad, les suplicó que, aunque
pecadora, tuviesen a bien admitirla en su compañía. Ellas la abrazaron, y
llenas de gozo la recibieron como hijas a su madre. Ella daba el ejemplo en
todo. Era la más obediente, la más humilde, la más mortificada y la más
piadosa. Desde que vivía en su palacio, la obediencia había sido para ella una
preocupación continua.
La comunidad recibió la aprobación del Papa Eugenio
IV el 4 de julio del mismo año, siendo una Congregación de Oblatas con
votos privados, con obediencia a los monjes Olivetanos y bajo la Regla de
San Benito.
Varias visiones celestiales la confirmaron en esta
resolución. Las oblatas, que ella instituyó, la tuvieron por primera superiora
y directora; ella las conducía a los hospitales y a las casas de los pobres,
donde curaba a los enfermos y llevaban socorros a los necesitados, y muchas
veces en vez de un remedio o de un socorro insuficiente, Santa Francisca les
llevaba una curación completa, súbita y milagrosa.
PRUEBAS DOLOROSÍSIMAS, INCOMODIDADES, PACIENCIA,
CARIDAD Y DEMÁS VIRTUDES DE SANTA FRANCISCA
De la vida de la santa,
escrita por María Magdalena Anguillaria, superiora de las Oblatas de
Tor de'Specci, (Caps. 6-7: Acta Sanctorum Martii 2, *188-*189)
Tuvo que soportar dolorosas enfermedades
que la hicieron padecer años y años, e innumerables
pruebas severas como por ejemplo la muerte de dos de sus hijos por la plaga de
la peste negra y la confiscación de sus tierras. A pesar de estos dolorosos
sufrimientos, fueron los que sensibilizaron a Francisca a las necesidades de
los pobres, repartió sus bienes entre ellos, atendió a los enfermos y desempeño
una admirable actividad con los más necesitados. A pesar de todas estas
vicisitudes nunca se observó en ella ningún acto de impaciencia, ni mostró el
menor signo de desagrado por la torpeza con que a veces la trataban.

Francisca manifestó su
entereza en la muerte prematura de sus hijos, (Evangelista e Inés) a los que
amaba tiernamente; siempre aceptó con serenidad la voluntad de Dios, dando
gracias por todo lo que le acontecía. Con la misma paciencia soportaba a los
que la criticaban, calumniaban y hablaban mal de su forma de vivir.
Nunca se advirtió en ella ni el más leve
indicio de aversión respecto de aquellas personas que hablaban mal de ella y de
sus asuntos; al contrario, devolviendo bien por mal, rogaba a Dios
continuamente por dichas personas.
La muerte de su hijo Evangelista puede contarse entre las dichas de
la vida de Santa Francisca. Aquella criatura tuvo una muerte extraordinaria.
Muriendo decía: “Veo a San Antonio y a San Onofre que vienen a buscarme para
conducirme al cielo”. Fue enterrado en la iglesia de Santa Cecilia
En esta época, de la plaga de peste negra,
Roma se hallaba en un estado deplorable hasta el punto de que se veían lobos
andando por las calles. Lorenzo en estos momentos servía al papa romano en sus
guerras contra los varios pretendientes al papado en el Cisma de Occidente.
Francisca, entre las diversas enfermedades
mortales y pestes que abundaban en Roma, despreciando todo peligro de contagio,
ejercitaba su misericordia con todos los desgraciados y todos los que
necesitaban ayuda de los demás. Fácilmente los encontraba; en primer lugar les
incitaba a la expiación uniendo sus padecimientos a los de Cristo, después les
atendía con todo cuidado, exhortándoles amorosamente a que aceptasen gustosos
todas las incomodidades como venidas de la mano de Dios, y a que las soportasen
por el amor de Aquel que había sufrido tanto por ellos. Francisca no se
contentaba con atender a los enfermos que podía recoger en su casa, sino que
los buscaba en sus chozas y hospitales públicos. Allí calmaba su sed, arreglaba
sus camas y curaba sus úlceras con tanto mayor cuidado cuanto más fétidas o
repugnantes eran.
SANTA
FRANCISCA ROMANA ANUNCIA EL FIN DE LA PLAGA. PINTURA DE NICOLÁS POUSSIN
Acostumbraba también a ir al hospital de
Camposanto y allí distribuía entre los más necesitados alimentos y delicados
manjares. Cuando volvía a casa, llevaba consigo los harapos y los paños sucios
y los lavaba cuidadosamente y planchaba con esmero, colocándolos entre aromas,
como si fueran a servir para su mismo Señor. Durante 30 años desempeñó
Francisca este servicio a los enfermos, es decir, mientras vivió en casa de su
marido, y también durante este tiempo realizaba frecuentes visitas a los
hospitales de Santa María, de Santa Cecilia en el Trastévere, del Espíritu
Santo y de Camposanto. Y, como durante este tiempo en el que abundaban las
enfermedades contagiosas, era muy difícil encontrar no sólo médicos que curasen
los cuerpos, sino también sacerdotes que se preocupasen de lo necesario para el
alma, ella misma los buscaba y los llevaba a los enfermos que ya estaban
preparados para recibir la penitencia y la eucaristía. Para poder actuar con
más libertad, ella misma retribuía de su propio pecunio a aquellos sacerdotes
que atendían en los hospitales a los enfermos que ella les indicaba.
Muchas pruebas todavía la aguardaban. La situación
política de la Península Itálica y la crisis decurrente del Gran Cisma de
Occidente le acarrearon muchos sufrimientos. Roma estaba dividida en dos grupos
que trababan encarnizada guerra: a favor del Papa, los Orsini, de cuya facción
Lorenzo formaba parte; de otro lado, los Colonna, apoyando a Ladislau Durazzo,
rey de Nápoles, que invadió Roma tres veces. En la primera invasión, Lorenzo
fue gravemente herido en combate, siendo curado por la fe y dedicación de la
esposa. En la segunda, en 1410, las tropas saquearon el palacio de los
Ponziani, y los bienes de la familia fueron confiscados. Peor aún, Francisca
vio a su esposo y su hijo Bautista partir para el exilio.
En 1413 y 1414, la capital de la Cristiandad fue
entregada al pillaje y reducida a la miseria. Un nuevo flagelo, la peste, vino
a agravar esa situación. La Santa transformó el palacio en hospital y cuidaba
personalmente de las víctimas de la terrible enfermedad. Era un ángel de la
caridad en aquella infeliz ciudad aislada por el infortunio.
Su propia familia no quedó inmune a esa tragedia: en
1413 murió Evangelista, su hijo más joven, y al año siguiente la pequeña Inés.
Por último, ella también contrajo la enfermedad, pero fue milagrosamente curada
por Dios. Su esposo Lorenzo murió en el año 1436, desde
aquel día Francisca redobló la austeridad de su vida, y su confesor se vio
obligado a moderar los rigores que la Santa ejercía consigo misma.
Un día, un sacerdote que criticaba a Francisca de exagerada e indiscreta, le dio a comulgar una hostia no consagrada. Francisca se quejó de ello; el sacerdote confesó su falta e hizo penitencia.
El año 1434 fue de prueba terrible. El
Papa Eugenio IV había sido desterrado, pues habiéndose puesto de parte de los
florentinos en la guerra contra Felipe, duque de Milán, éste, para vengarse
hizo que muchos Obispos reunidos en Basilea se rebelaran contra Eugenio.
Aprobaron éstos varias proposiciones cismáticas, y hasta osaron citar a Eugenio
ante el Concilio como a un acusado.
Era esto en la noche del 14 de Octubre de
1434. Francisca, que se hallaba en su oratorio, fue presa de éxtasis y vio a la
Madre de Dios que le dio instrucciones y órdenes para transmitirlas al Papa que
estaba en Bolonia. Al día siguiente, Francisca fue a encontrar a su confesor,
Don Giovanni y le suplicó que fuera a Bolonia a llevar las órdenes de María.
Don Giovanni vacila: “Mi viaje será inútil, contesta; os comprometeré y me
comprometeré a mí mismo. El Papa no querrá creerme, pasaréis por loca y yo
por cándido”. Pero, a nuevas instancias, Don Giovanni se decide. Va a Bolonia,
el Papa lo recibe muy bien, aprueba todo lo que Francisca había dicho y da
órdenes en conformidad a los deseos de la Santa. Don Giovanni regresa y cuando
quiere contar a Francisca el feliz éxito de su misión, aquella le interrumpe diciéndole:
“Yo seré, si lo permitís, quien os cuente vuestro viaje. Estaba con vos en
espíritu y sé todo lo que os ha sucedido”. Entre los acontecimientos del viaje
había una curación debida a las oraciones de Francisca.
En toda Roma era bien conocida esta anécdota
edificante: Rezaba una vez Francisca el Oficio parvo, que era su devoción
favorita, cuando, al empezar una estrofa, oyó dos golpes en la puerta. Era un
pobre. Ella corrió, puso unas monedas en las manos del mendigo, y volvió a
entrar en su habitación. Apenas se había arrodillado para empezar de nuevo la
estrofa, cuando oyó una voz: «¡ Francisca, Francisca! » Era Ponziani, que la
llamaba. Nuevamente interrumpió su rezo. Otras dos veces la llamaron aún, y
otras dos veces dejó la estrofa sin concluir. Al volver por quinta vez a su
cuarto, encontró aquellos versos escritos con letras de oro por un calígrafo
celestial, pero ella tan solo repetía: "Muy
buena es la oración, pero la mujer casada tiene que concederles enorme
importancia a sus deberes caseros".
Y ya que Dios no la había elegido para que se
preocupara exclusivamente de su santificación, sino para que emplease los dones
que Él le había concedido para la salud espiritual y corporal del prójimo, la
había dotado de tal bondad que, a quien le acontecía ponerse en contacto con
ella, se sentía inmediatamente cautivado por su amor y su estima, y se hacía
dócil a todas sus indicaciones. Es que, por el poder de Dios, sus palabras
poseían tal eficacia que con una breve exhortación consolaba a los afligidos y
desconsolados, tranquilizaba a los desasosegados, calmaba a los iracundos,
reconciliaba a los enemigos, extinguía odios y rencores inveterados, en una
palabra, moderaba las pasiones de los hombres y las orientaba hacia su recto
fin. Por esto todo el mundo recurría a Francisca como a un asilo seguro, y
todos encontraban consuelo, aunque reprendía severamente a los pecadores y
censuraba sin timidez a los que habían ofendido o eran ingratos a Dios.
FRANCISCA Y SU ANGEL
De las Actas de Canonización de Santa Francisca Romana, año 1608
Santa Francisca Romana ya desde pequeña veía
siempre a su lado al Angel de la Guarda, que velaba por ella día y noche, éste
se avergonzaba y se apartaba cuando ella cometía una falta, o cuando escuchaba
conversaciones profanas. Jamás la dejó un solo instante, y en ocasiones, como
favor especial, le permitía ver el esplendor de su figura. Ella lo describe
así:
"Era de una belleza
increíble, con un cutis más blanco que la nieve y un rubor que superaba el
arrebol de las rosas. Sus ojos, siempre abiertos tornados hacia el cielo, el
largo cabello ensortijado tenía el color del oro bruñido. Su túnica llegaba al
suelo y era de un blanco algo azulado y, otras veces, con destellos rojizos.
Era tal la irradiación luminosa que emanaba de su rostro, que podía leer
maitines en plena media noche".
En una ocasión, el escéptico padre de Francisca la
requirió el honor de ser presentado a esta criatura "imaginaria".
Dicho y hecho. Ella tomó al Ángel de la mano, y uniéndola a la de su padre, los
presentó, pudiendo el último verlo y así no volver a dudar.
Un año después de la muerte de su hijo Evangelista, (1413) Francisca le vio en su oratorio teniendo a su lado un joven del mismo tamaño, pareciendo ser de la misma edad, pero mucho más bello.
¿Eres realmente tú, hijo de mi corazón? — preguntó ella. Él respondió que estaba en el Cielo, junto
a aquel esplendoroso Arcángel que el Señor le enviaba para auxiliarla en su
peregrinación terrestre. “Antes de poco, dijo el aparecido,
mi hermana Inés vendrá a reunírseme. Pero he aquí mi compañero que de ahora en
adelante será el tuyo, día y noche lo verás a tu lado y él te asistirá en todo
–agregó--: es un Arcángel que el Señor te envía, y que ya no te abandonará”.
Desde aquel momento, Francisca pudo leer y trabajar de noche como en pleno día,
porque el Arcángel era una luz visible sólo para ella. Esta luz tan pronto
estaba a su derecha como a su izquierda.
En la luz de ese Arcángel, ella podía ver los
pensamientos más íntimos de los corazones. Recibió, además, el don del
discernimiento de los espíritus y el de consejo, los cuales usaba para
convertir a los pecadores y reconducir a los desviados al buen camino.
Muchos años más tarde, el 13 de agosto de
1439, Francisca notó un cambio en la faz y la actitud del Arcángel. La faz
se volvió más brillante, y el Arcángel le dijo: “Voy a tejer un velo de
cien nudos, después otro de sesenta, y después otro de treinta”.
Ciento noventa días después de esta visión
Francisca murió.
VISIONES DE SANTA FRANCISCA ROMANA
Pero hemos dicho que la vida de santa
Francisca reside en sus visiones. Vamos a ellas:
VISIÓN DEL INFIERNO:
Una de las más singulares,
admirables y características de Santa Francisca son las visiones del Infierno.
Suplicios innumerables, variados como lo son los crímenes, le fueron mostrados
en su conjunto y en sus detalles.
Vio el oro y la plata en fusión metido por
los demonios en las fauces de los avaros. Vio muchas cosas singulares,
detalladas, espantosas. Vio las jerarquías de los demonios, sus funciones, sus
suplicios, los crímenes diversos que presiden. Vio a Lucifer consagrado al
orgullo, jefe de los orgullosos, rey de todos los demonios y de todos los
condenados, y que este rey es mucho más desgraciado que sus súbditos.
El Infierno está dividido en tres partes:
superior, medio e inferior. Lucifer está en el fondo del Infierno inferior.
Bajo Lucifer, jefe universal, hay tres jefes que le están subordinados y que
son superiores a los demás: Asmodeo, que era un querubín, preside a los pecados
de la carne; Mammon, que era un trono, preside a los de la avaricia. Es
interesante ver cómo el dinero forma por sí solo una de las tres grandes
categorías de pecados. Beelzebub preside a los pecados de la
idolatría. Todo crimen de magia, espiritismo, etc., corresponde a
Beelzebub. Él es particular y especialmente el príncipe de las tinieblas. Por
las tinieblas es torturado y con las tinieblas tortura a sus víctimas.
Una parte de los demonios permanece en el
Infierno; otra reside en el aire, otra entre los hombres, buscando a cual
devorar. Los que están en el Infierno dan sus órdenes y envían sus delegados.
Los que están en el aire obran físicamente
en las perturbaciones atmosféricas y telúricas; lanzan por todas partes sus
malas influencias e infectan el aire física y moralmente. Su misión especial es
debilitar el alma. Y cuando los demonios de la tierra ven a un alma debilitada
por la influencia de los demonios del aire la atacan en medio de su
desfallecimiento para vencerla más fácilmente.
La atacan en el momento en que desconfía
de la Providencia, pues esta desconfianza, cuyos inspiradores especiales son
los demonios del aire, prepara al alma a la caída que los demonios de la tierra
solicitan.
Primero, cuando ya está debilitada por la
desconfianza, le inspiran el orgullo, al que se abandona tanto más fácilmente
cuanto mayor es su debilidad. Cuando el orgullo ha aumentado ésta, llegan los
demonios de la carne imbuyéndoles su espíritu; y cuando los demonios de la
carne la han debilitado más y más, llegan los demonios encargados de los
crímenes del dinero. Y una vez éstos han acabado de disminuir todavía sus
fuerzas de resistencia, llegan por fin los demonios de la idolatría que
concluyen y ponen término a lo que los otros han empezado. Todos están en
inteligencia para el mal.
Y he aquí ahora la ley de la caída: Todo
pecado conservado arrastra a nuevo pecado. Así, la idolatría, la magia, el
espiritismo, esperan en el fondo del abismo a aquellos que, de precipicio en
precipicio, han ido cayendo hasta los últimos bordes.
Todas las cosas de la jerarquía celestial
son parodiadas en la jerarquía infernal. Ningún demonio puede tentar a un alma
sin permiso de Lucifer. Los demonios que tienen su pie fijo en el Infierno
sufren la pena del fuego; los que están en el aire o bajo tierra no sufren
entretanto este tormento pero soportan otros terribles suplicios, especialmente
el de ver el bien que hacen los santos. El hombre que hace el bien inflige a
los demonios una tortura espantosa. Santa Francisca, cuando era tentada,
por la clase y la fuerza de la tentación conocía de cuánta altura había caído
el ángel tentador y a qué jerarquía había pertenecido.
Cuando un alma cae en el Infierno, multitud de demonios dan las gracias y felicitan a su demonio tentador; pero si un alma se salva, su demonio tentador es objeto de la burla de los demás y conducido delante de Lucifer, éste lo condena a un castigo especial distinto de sus torturas ordinarias. Dicho demonio entra a veces en el cuerpo de algún animal o en el de algún hombre, y se hace pasar por el alma de un difunto.
Se conoce que las modernas prácticas más
conocidas desde lo de las mesas parlantes, han sido usadas en todos los
tiempos, pues Santa Francisca parece ya describirlas.
Cuando un demonio ha conseguido perder a
un alma, después de la condenación de ella, aquel mismo demonio pasa a tentar a
otro hombre, y entonces es más hábil que la vez anterior. Se aprovecha de la
experiencia adquirida en la victoria y tiene más habilidad y fuerza para la
perdición.
Cuando un hombre tiene la costumbre del
pecado, Santa Francisca ve el demonio encima de él; cuando el pecado mortal
queda borrado, lo ve no encima, sino al lado del hombre. Después de una buena
confesión el demonio queda muy débil, y la tentación no tiene ya la misma
energía.
Cuando el nombre de Jesús es pronunciado
santamente, Santa Francisca ve a los demonios del aire, de la tierra y del
Infierno doblegarse bajo espantosas torturas, tanto mayores cuanto más
santamente es aquel nombre pronunciado. Si ante una blasfemia se invoca el
nombre de Dios, también los demonios se ven obligados a inclinarse; pero al
dolor que este obligado homenaje les produce se mezcla un cierto placer.
Cuando un hombre blasfema el nombre de
Dios, los ángeles del cielo también se inclinan, atestiguando un inmenso
respeto. Así, pues, los labios humanos que tan fácilmente se mueven y tan a la
ligera pronuncian aquel terrible nombre, producen en todos los mundos
extraordinarios efectos, y despiertan ecos cuya intensidad y grandeza no
sospecha el hombre aquí en la tierra.
VISIÓN DEL PURGATORIO
El fuego del purgatorio es muy distinto
del fuego del Infierno. Éste, Santa Francisca lo ve negro, y el del Purgatorio,
claro, con un tinte rojizo. Ve, no en el Purgatorio mismo, sino fuera de él, al
ángel de la guarda de cada persona difunta, a la derecha de ella, y al demonio
tentador a su izquierda. El ángel de la guarda presenta a Dios las oraciones de
los vivos ofrecidas en sufragio de aquella alma del purgatorio.
En cuanto a las oraciones rezadas en favor
de las almas que se cree están en el Purgatorio cuando no están en él, he aquí,
según Santa Francisca, cuál es su aplicación. Si el alma que se cree en el
Purgatorio está ya en el cielo y no tiene necesidad de oraciones, las que se
ofrecen por ella se aplican a las otras almas que están en el Purgatorio y
también a la persona viva que las reza. Si el alma que se cree en el Purgatorio
está en el Infierno, el mérito y la eficacia de la oración recaen por completo
en el que la hace, y no se reparten como en la hipótesis anterior.
Francisca ve en el Purgatorio tres moradas
desigualmente dolorosas y terribles, y en esta división nota todavía
subdivisiones. En todas ellas el castigo presenta relación con los pecados
cometidos, con la naturaleza de éstos, con sus causas, sus efectos y todas sus
circunstancias.
VISIÓN DEL CIELO
Una de las más hermosas visiones de Santa
Francisca es la de los tres cielos. Aquel día vio el cielo estrellado, el cielo
cristalino y el cielo empíreo.
Vio la inmensidad del cielo estrellado, su
esplendor, y la enorme distancia que separa a unas estrellas de otras. Muchas
de ellas le parecieron más grandes que la tierra. El cielo estrellado le dio
idea de un esplendor desconocido y no imaginado.
El cielo cristalino le pareció tan alto
sobre el estrellado como éste lo es encima de la tierra. Vio que el esplendor
del cielo cristalino era mucho mayor que el del estrellado; y en cuanto al
empíreo, lo vio mucho más elevado sobre el cristalino que éste sobre el
estrellado. Su inmensidad y magnificencia son inimaginables.
Las almas bienaventuradas y los santos de
la tierra, iluminadas por los rayos que partían de las llagas del Salvador
brillaban a los ojos de Francisca con resplandor desigual bajo el fuego de los
rayos desiguales. Las llagas de los pies iluminaban a los que amaron, y la del
costado a los que amaron con más profunda pureza. Santa Francisca vio en esta
visión a su alma abismada en la llaga del corazón. Vio la llaga del corazón
como un mar sin orillas; y cuanto más avanzaba más insondable le parecía su
inmensidad.
Otro día oyó de la boca de Jesucristo
estas palabras: “Yo soy la profundidad del poder divino; Yo he creado
el cielo, la tierra, los ríos y los mares. Todas las cosas son creadas según mi
sabiduría. Yo soy la profundidad, soy la sabiduría divina, soy la sabiduría
infinita, soy el Hijo único de Dios… Yo soy la altura, soy la esfera inmensa
(inmensa rotunditas), la altura del amor, la caridad inestimable; por mi
humildad, fundada en la obediencia, he redimido al género humano”.
Terminemos con la visión más alta: “He
visto, dice a su confesor, al Ser antes de la creación de los ángeles. He visto
al Ser como es permitido verlo a una criatura que vive en la carne”.
Era un círculo inmenso y espléndido. Este
círculo no descansaba en nada más que en sí mismo, Él era su propio sostén. Un
esplendor que el espíritu no se figura, salía de aquel círculo; y Francisca no
podía mirar fijamente aquel esplendor intolerable. Bajo el círculo infinito y
deslumbrador había un desierto que daba idea del vacío; era el lugar del cielo
antes que el cielo existiera. En el círculo había algo como la semejanza de una
columna muy blanca y absolutamente deslumbrante; era como un espejo en el que
Francisca percibía el reflejo de la Divinidad; y vio trazados allí algunos
caracteres; principio sin principio, y fin sin fin. Pues Dios llevaba el tipo
de todas las cosas en su Verbo antes de crear cosa alguna.
Después, he aquí —como innumerables copos
de nieve que cubren las montañas— que son creados los ángeles. El tercio de
ellos será precipitado en el abismo; los dos tercios permanecerán en la gloria.
Y Cristo dijo a la vidente: «Yo soy la profundidad del poder divino. Yo he creado el cielo, la
tierra, los ríos y los mares. Yo soy la sabiduría divina. Soy la altura y la
profundidad; soy la esfera inmensa, la altura del amor, la caridad inestimable.
Por mi obediencia, fundada en la humildad, he redimido al género humano.»
La Inmaculada Concepción de la Virgen
apareció a Santa Francisca en esta visión fundamental.
SANTIDAD Y MILAGROS DE SANTA FRANCISCA
Su hijo se casó con una muchacha muy bonita pero
terriblemente malgeniada y criticona. Esta mujer se dedicó a atormentarle la
vida a Francisca y a burlarse de todo lo que la santa hacía y decía. Ella
soportaba todo en silencio y con gran paciencia. Pero de pronto la nuera cayó
gravemente enferma y entonces Francisca se dedicó a asistirla con una caridad
impresionantemente exquisita. La joven se curó de la enfermedad del cuerpo y
quedó curada también de la antipatía que sentía hacia su suegra. En adelante
fue su gran amiga y admiradora.
Según una leyenda, el comandante de las tropas napolitanas
exigió a su último hijo, Battista, como rehén. Obedeciendo esta orden por
mandato de su director espiritual, Francisca llevó al chico al Campidoglio.
En el camino, se detuvo en la Basílica de Santa María en Aracoeli (Santa María
en el Altar Celestial) que estaba a un lado, y confió la vida de su hijo amado
a la Santísima Virgen. Cuando llegaron al lugar convenido, los soldados
trataron de montar al muchacho en un caballo para llevarlo como cautivo; sin
embargo, el caballo se negó a moverse, a pesar de muchas palizas. Los soldados
juzgaron que era un acto de Dios y devolvieron el muchacho a su madre.
Francisca obtenía admirables milagros de Dios con sus
oraciones. Curaba enfermos, alejaba malos espíritus, pero sobre todo conseguía
poner paz entre gentes que estaban peleadas y lograba que muchos que antes se
odiaban, empezaran a amarse como buenos amigos. Por toda Roma se hablaba de los
admirables efectos que esta santa mujer conseguía con sus palabras y oraciones.
Muchísimas veces veía a su ángel de la guarda y dialogaba con él Cuando
llegaban las epidemias, ella misma llevaba a los enfermos al hospital, lo
atendía, les lavaba la ropa y la remendaba, y como en tiempo de contagio era
muy difícil conseguir confesores, ella pagaba un sueldo especial a varios
sacerdotes para que se dedicaran a atender espiritualmente a los enfermos.
Durante una hambruna grave en 1402, Francesca dio todo
su grano a los pobres (véase la última de ella derrama su canasta en contra de
su hábito oscuro), a continuación, encontró todo un milagro para reanimar y de
la más alta calidad. Un milagro similar ocurrió con el barril de vino que
se convirtió en vacío, lleno, cuando se está distribuyendo a los pobres de
Roma. El convento de Tor de 'Specchi todavía tiene el pesebre, hecho de un
sarcófago pagano, de la que Francesca le daría a leña para los
pobres. Milagros similares fueron reportados de Santa Zita y Santa
Humildad (Rosanesa, nacida en 1226))
Entre sus muchos milagros de sanación, se cuenta aquel en que devolvió la voz a una niña sordomuda, llamada Camilla Clarelli, tocando su lengua con su dedo. Otro milagro que se reporta es aquel en que curó a los heridos en las escaramuzas constantes sobre Roma, rehabilitar niños que estaban paralizados o resucitar a los niños muertos que habían muerto en su sueño.
Francisca ayunaba a pan y agua muchos días. Dedicaba horas y horas a la oración y a la meditación, y Dios empezó a concederle éxtasis y visiones. Consultaba todas las dudas de su alma con un director espiritual, y llegó a tal grado de amabilidad en su trato, que bastaba tratar con ella una sola vez para quedar ya amigos para siempre. A las personas que sabía que hablaban mal de ella, les prodigaba mayor amabilidad
Varias veces
en éxtasis Francisca recibe de manos de la Santísima Virgen María, el Divino
Niño Jesús..
El 28 de junio 1438 después de regresar de la basílica
de San Pablo y de visitar su viña, fue arrebatada en éxtasis y se arrodilló en medio
de un arroyo. Pero cuando ella se levantó los Oblatos se dieron cuenta de
que su ropa estaba perfectamente seca.
En la recepción de la Eucaristía
muchas veces un globo luminoso aparecía por encima de ella.
Un día que no había suficiente
pan para la Comunidad y su refectorio se encontraba en muy mal estado y pobreza,
Francisca tomó las sobras, las bendijo, apareciendo luego un montón de pan para
alimentar a los quince que había
permanecido así como para llenar la misma cesta. Este milagro recuerda el
milagro de Cristo, de la multiplicación de los panes y los peces y la última
cena.
Siendo el mes de enero, estaba la
Beata Francesca en el viñedo, en la poda de las vides con sus hijas en la
religión, estás estaban sedientas no teniendo nada que beber, cuando
milagrosamente aparece una vid cargada con nueve racimos de uvas, que calmaron
inmediatamente la sed.
SU MUERTE
Vivió en el convento apenas tres
años. En 1440, se vio forzada a retornar al palacio Ponziani para cuidar de su
hijo, gravemente enfermo. Alcanzada por una fuerte pleuresía, allí permaneció,
por no tener más fuerzas. Supo entonces que había llegado su último momento.
Padeció terriblemente durante una semana, pero pudo dar sus últimos consejos a
sus hijas espirituales y despedirse de ellas.
Francisca tuvo el presentimiento de su
muerte, y previno a sus amigos. Pedía a Dios la muerte para no ver en la tierra
las nuevas aflicciones de que la Iglesia, por lo que ella sabía, estaba
amenazada, y que ya la asaltaban, pues en aquellos momentos el antipapa tomaba
el nombre de Félix V.
Francisca cayó enferma, y dijo a Don
Giovanni: “No olvidéis nada de lo que es necesario para la salvación de mi
alma”. Añadiendo, algunos días después: “Mi peregrinación va a concluir
en la noche del miércoles al jueves”. La muerte fue fiel a la cita, y el 9 de
marzo de 1440 su rostro empezó a brillar con una luz admirable, quiso rezar las
Vísperas del Oficio de la Santísima Virgen. Con los ojos muy brillantes, decía
estar viendo el Cielo abierto y haber llegado los Ángeles para buscarla. Con
una sonrisa iluminándole el rostro, pronunció
sus últimas palabras: "El ángel del
Señor me manda que lo siga hacia las alturas". Luego quedó muerta,
pero parecía alegremente dormida.
Tan pronto se supo la noticia de
su muerte, corrió hacia el convento una inmensa multitud. Muchísimos pobres
iban a demostrar su agradecimiento por los innumerables favores que les había
hecho. Muchos llevaban enfermos para que les permitieran acercarlos al cadáver
de la santa, y así pedir la curación por su intercesión. Los historiadores
dicen que "toda la ciudad de Roma se movilizó", para asistir a los
funerales de Francisca.
Fue
sepultada en la iglesia parroquial, y al conocerse la noticia de que junto a su
cadáver se estaban obrando milagros, aumentó mucho más la concurrencia a sus
funerales. Luego su tumba se volvió tan famosa que aquel templo empezó a
llamarse y se le llama aún ahora: La Iglesia de Santa Francisca Romana.
Unos
meses después de su muerte, durante la apertura de su tumba en Roma, se
descubrió que su hermoso cuerpo había permanecido incorrupto, y que exhalaba,
además, un perfume que resultaba conocido a aquellos que habían tratado con
ella. Fue canonizada en 1608. En la iconografía se la presenta en
hábito negro, velo blanco, con una cesta de comida en la mano y acompañada por
su ángel custodio.
Cada
9 de marzo llegan numerosos peregrinos a pedirle a Santa Francisca unas gracias
que nosotros también nos conviene pedir siempre: que nos dediquemos con todas
nuestras fuerzas a cumplir cada día los deberes que tenemos en nuestro hogar, y
que nos consagremos con toda la generosidad posible a ayudar a los pobres y
necesitados y a ser extraordinariamente amables con todos. Santa Francisca:
ruégale al buen Dios que así sea.
La
biografía de Santa Francisca fue escrita por el Padre John Matteotti, su
confesor por los últimos 10 años de su vida. Contiene visiones y revelaciones
sobre su Ángel Guardián, a quien ella tenía gran devoción y podía
ver desde pequeña caminar a su lado y guiarla
Al elevarla a las honras de los
altares, en mayo de 1608, el Papa Pablo V la calificó de “la más romana de
todas las Santas”.3 Y el Cardenal San Roberto Belarmino, que contribuyera
decisivamente, con su voto, para la canonización, declaró en el Consistorio:
“La proclamación de la santidad de Francisca será de admirable provecho para
clases muy diferentes de personas: las vírgenes, las mujeres casadas, las
viudas y las religiosas”.
Cuatro siglos después, bajo el
pontificado de Benedicto XVI, el Cardenal Angelo Sodano trazaba de ella este
cuadro: “Leyendo su vida, parece que nos deparamos con una de aquellas mujeres
fuertes, de las cuales están repletos los Libros Sagrados y las páginas de la
Historia de la Iglesia. […] Mujer de acción, Francisca señaló, con todo, de una
intensa vida de oración la fuerza necesaria para su apostolado social”.